Cine africano

Por María Antonieta Flores

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La 17ª. edición de Fespaco, el festival pan-africano de cine y televisión de frecuencia bianual, se ha llevado a cabo en la capital de Burkina Faso, Ouagadougou, desde el pasado 24 de Febrero hasta los primeros días del mes de Marzo.

Esta ocasión ha traído a la memoria las resonancias que un breve ciclo de cine africano dejó, cine bastante desconocido pero de gran belleza y cercanía no sólo estética sino vivencial al discernir los valores universales relativos al hombre, que encierra. Pues, en la muestra observada, desde cada una de las perspectivas nacionales e individuales, se canta a la fuerza y dignidad de hombres y mujeres cuyo tránsito vital está cruzado por las penurias de las condiciones externas.

Entre el cuatro y el quince de Agosto de 2000, la Cinemateca Nacional de Venezuela presentó con la colaboración de la Embajada de Francia un ciclo de Cine Africano subtitulado "Raíces negras". Abarcaba un período de 1986 a 1998: Yam Daabo de Idrissa Ouedraogo (Burkina Faso, 1986), Mortu nega de Flora Gomes (Guinea-Bissau, 1988), Sango Malo de Bassek Ba Kobhio (Camerún, 1991), Guimba de Cheik Oumar Sissoko (Malí, 1995), Macadam tribu de José Laplaine (República Democrática del Congo, 1996) y La vie sur le terre de Abderrahmane Sissako (Mauritania, 1998).

Distintas temáticas y propuestas estéticas diferentes permitieron al espectador elaborar una inacabada pero coherente visión de las inquietudes expresivas que conforman a esta cinematografía desconocida para nosotros. Cinco películas de tema contemporáneo y una de tema mitológico y medieval, elaboración metafórica de cualquier dictadura no sólo de las de aquellas tierras.

¿Qué había de común entre ellas? El tratamiento estético dado al ser humano y al paisaje, la elaboración de los personajes desde lo natural (cercanos al ser humano común y sufriente), el humor conviviendo con lo trágico y el silencio como protagonista importante en los diálogos. Hay muchas cosas no dichas pero que se manifiestan no como acción sino como interioridad movilizadora de las acciones. Esto marca un ritmo diferente, dilatado. Tal vez el ritmo de los que mucho han esperado.

La mirada es muy importante: lo que miran los personajes y cómo lo miran: miradas que se detienen y se pierden en lo inalcanzable. El amor es más mirada que palabra. La reafirmación de lo humano sobre lo material es otro aspecto común a los seis filmes: la solidaridad y la vivencia comunitaria se manifiestan tanto en la ciudad como en la aldea. Eso está en los que se unen para luchar contra el tirano en Guimba, en el grupo que no hace nada sino mirar pasar el tiempo y sólo mueven sus sillas para perseguir la sombra que cada vez se hace más pequeña hasta acabarse (La vie sur le terre) o en la cooperativa que el maestro Malo organiza con la comunidad para enfrentar la explotación de los poderes establecidos o en la gente del barrio que se une para transformar un lugar de peleas de boxeo en un teatro para el pueblo en Macadam tribu. 

Las imágenes han penetrado como un sabor desconocido, el cual luego se encuentra en lo ya vivido. El bello rostro de Diminga, sus gestos y movimientos a través de años de guerra, simbolizado el poder sustentador de lo femenino en Mortu nega. Los poéticos diálogos de La vie sur le terre, una película que logra en esa constante imagen de Sissako (actor y director) atravesando su pueblo en bicicleta y con el mismo traje, traje típico de Mauritania, imbricar acertadamente su deuda con el cine francés y con sus orígenes. 

La sorprendente Macadam tribu, cuya reseña me la ofrecía como la menos interesante y era bella: esos encuadres de la madre bebida, desesperada, siempre enmarcada desde lejos entre dos paredes o unas puertas entreabiertas o el personaje del hombre joven, culto y con dinero que vive y se compromete con la vida del barrio para irse al final y continuar su rumbo. Una película demasiado hermosa, muy marcada por el estilo de Manhattan Transfer de John Dos Passos.

El primer plano del niñito que muere atropellado en Yam Daabo, es de profundo patetismo y marca el tránsito de una familia desde la miseria a la esperanza de cultivar la tierra, elección más contundente si se sabe la importancia que el ñame (yam) posee para esta cultura.

De Guimba, quizás la obra que ofrece el mayor colorido y exotismo que se puede imaginar de África, me queda la fuerza y la dignidad de sus mujeres. Y de Sango Malo, el empecinado camino de un maestro por un ideal cuyo duro final era dolorosamente previsible, queda el sabor amargo de una victoria desde el fracaso.

Sólo queda agradecer a los organizadores el esfuerzo y pedirles, por favor, que lo repitan.

 

 

 María Antonieta Flores, (Venezuela), poeta y ensayista



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